viernes, 21 de noviembre de 2008

El vestido imperial

La potencia superior de una nación que, a veces, pocas pero decisivas, percibe su complejidad y su diversidad para poder reinventarse. Cabalgando una memorable crisis económica, los estadounidenses pasaron de un blanco texano republicano y levemente bestial a un negro hawaiano demócrata y de habla fluida, el futuro Imperator Barack Hussein Obama.

Por Juan Pascual

Enero de 1999. Clinton presidente, las torres gemelas en pie.

En Florida existen unos parajes muy extensos, llamados Disneylandia. Esos paisajes son gloriosos, más allá del idiota Mickey, de Donald, el marine, y del querible y fronterizo Tribilín; las montañas rusas, los cines en 3D y los espectáculos de fuegos artificiales producen una euforia difícil de igualar en quien visita los gigantescos predios, dentro de los cuales hay hoteles, comedores, negocios de recuerdos, todo lo necesario para el turista. Ahora bien: en perspectiva, lo que para nuestras tierras es un fasto infantil irreproducible, en el norte es algo así como un camping más o menos bien organizado de un gremio cegetista.

En las entradas hay unos pequeños carritos motorizados que los visitantes pueden alquilar. Generalmente son usados por obesos, que suben a toda su familia y se desplazan por los senderos. De hecho, esos obesos –en su mayoría rubios, chillones, agresivos– parecían ser la población objetivo de esos autitos. En realidad, constituían el punto principal del mercado de los parques: los puestitos de comidas, donde el recargado del vaso de coca era gratuito, se sucedían en pocos metros; los precios de todo eran realmente populares; los valores promovidos, explícitamente patrioteristas; la diversión, controlada y pasiva, pero electrizante.

Delante de un puestito, un nene de no más de 5 años, parte de una extendida familia de obesos orgullosa de ser texana, de acuerdo a sus remeras, gritó una vez:

–¡Banana!

Ante la falta de respuesta recurrió a repetir el alarido:

–¡Banana, banana, banana! –exclamó. Y cada vez más agudo y con más volumen–: ¡Ba-na-na! ¡Ba-na-na! ¡¡¡Ba-na-na!!!

Su familia terminaba el almuerzo. Era el mediodía; el sol picaba. La madre acudió a satisfacer la demanda y compró una enorme banana, que el vendedor bañó en un chocolate tibio que se secó con un rociado de maní molido.

En ese momento tuve una sensación. Sentí que los estadounidenses iban a estar en un muy ajustado brete el día en que tuviesen que afrontar las consecuencias reales de una crisis de las serias.

RESIGNAR LA FELICIDAD POR UN POCO DE SATISFACCIÓN. A muy grandes rasgos, la posmodernidad fue definida por Alexander Kojève, uno de los tantos filósofos que pensaron ese concepto, a partir de una pequeña variación: si la modernidad se cifra en la búsqueda de la felicidad, aún al precio de la vida en una lucha con el otro en pos de obtener su reconocimiento, la posmodernidad es la renuncia a esa lucha y el trueque del deseo de felicidad por la inmovilidad de la simple satisfacción.

Esta fórmula vio la luz cuando todavía el Estado de Bienestar existía; Estados Unidos, al parecer del pensador, constituía el paradigma de lo posmoderno. Así, la obesidad norteamericana no indica tanto una cuestión sanitaria o estética: es la marca de cómo la estabilidad imperial se traspasó a los cuerpos del norteamericano medio.

No se construye de la nada el país más gordo del mundo. El estado más “delgado” casi llega al 20% de obesidad; en Mississippi una de cada tres personas padece el problema. Para llegar a ese punto es necesario el culto al menú de Mc Donalds –la alimentación barata y pesada, donde hasta la ensalada tiene azúcar–, a la televisión como vía de socialización en general, al “one person, one car”, a las dos horas de viaje entre la oficina computarizada y la abúlica casa de suburbio, a todo aquello que implique consumo, sedentarismo, goce de la quietud. O sea: es necesaria toda una regulación general, una economía, de la forma de vida de los cuerpos de la población. El cuadro cierra con un dato más: a mayor pobreza, mayores problemas de sobrepeso. Se sabe, la capacidad de elegir el menú y la compulsión mediatizada a la delgadez están reservadas a los pudientes.

Cuando sonaron los crujidos de un país de deudas tóxicas a todo o nada, cuando la crisis finalmente llegó a la hoguera por cable, recordé inmediatamente la escena de Disney. Pensé en la (inaccesible) mirada del nene hoy, con sus probables 14 o 15 años, en Texas. Pensé en las diferentes formas de relatar ese hecho (ver Pausa #20 o “Tres miradas sobre la crisis” en pausaopinion.blogspot.com). Pensé en cómo esos relatos se entremezclan con otros. Y pensé en ese relato bajo la extraña forma de rumor que es Internet. Se dice que en un momento se vieron deudores hipotecarios quemando sus casas, que hay lugares atestados de carpas iglú y middle americans viviendo dentro de ellas y hocicando para entrar a dormir. Que General Motors y Ford están acogotadas, lo mismo que General Electric. Que la sinuosa curva del índice Dow Jones Industrial entre 1925 y mediados de 1930, punto de gesta de la Gran Depresión, muestra una asombrosa similitud con la trazada entre 2003 y julio de 2008. Y que todavía no se llegó al punto más bajo en la comparación: julio de 1932.

IMPERATOR HUSSEIN. Ese es uno de los intríngulis que recibe el nuevo presidente norteamericano, ungido por un sistema electoral donde el ganador puede haber recibido menos votos que el perdedor. Décadas de política financiera de Estado dedicadas a abrir el lugar y las regulaciones para el flexible mercado de finanzas devinieron en esta bola tóxica, amasada entre 2005 y 2007, de créditos y papeles sobre papeles. En estricto rigor, las finanzas se volvieron ampliamente más ineficaces, corruptas, torpes, imprevisoras, omnímodas, enormes y deliradas que antes. Y se plantea en el futuro no sólo la cuestión hipotecaria: restan las deudas de las tarjetas de crédito y el desempleo producido por la recesión en ciernes, resultado de la feroz caída de la demanda.

A la normativa de producción y distribución hogareña se suma la defensa de la casa. Economía y espada. Allí, las guerras abiertas, con sus más de 200 centros de detención (más o menos clandestinos, según el caso) alrededor de todo el mundo. Los más conocidos: Abu Grahib, en Irak, y Guantánamo, en Cuba, con las fotos digitales de internos torturados rodeados de sonrientes soldados.

Obama ganó claramente en los estados donde hay grandes megalópolis –por ejemplo, Nueva York, California, Illinois, con Chicago, donde se festejó el triunfo– cuyas cuotas de diversidad, en todos los órdenes, ilusionan tanto como asombran. Obama ganó en la ciudad, en todo lo que ella representó como proyecto, en todo lo que ella implica hoy como crisis. Ganó en un archipiélago urbano.

Y allí donde estuvieron los votantes que en 2004 recompensaron las guerras de Afganistán e Irak, el cierre feroz a la inmigración, la prédica del club del rifle y el rechazo explícito del matrimonio homosexual, base discursiva de la campaña de Bush, Obama perdió. El mapa electoral de quienes no lo votaron es muy significativo. Es la notable mayor parte del territorio. Incluye, en su totalidad práctica, los lugares de residencia de esas clases medias y medias bajas cuya gastronomía y dieta guardan una cifra oculta acerca de su modo de fagocitarse al mundo. Lugares en los que, en su mayoría, se promueve una educación pública estatal que todavía sigue rechazando la teoría de Darwin: el evolucionismo. Allí están la tierra del Katrina, Louisiana, el Mississipi, Texas: lugares que fueron el núcleo electoral del republicano Mc Cain y que vienen votando a Bush desde el 2000… Parece que allí viven los que nunca dudan.

Simbólicamente, la famosa “esperanza en el cambio” encarnada en los votantes de Barack Hussein Obama de por sí tiene como epicentro otro cuerpo, el del Imperator nuevo. Es el cuerpo del mismísimo Obama el que sirve de soporte de la imagen construida por el marketing electoral, mucho más allá que sus acciones previas como senador (entre las que hay varias en la línea del, por él favorecido, “Acta del Muro Seguro”, eufemismo barato para denominar la estúpida idea de construir un muro de separación en el límite con México). De un saque, con un movimiento bascular fenomenal, Estados Unidos pasó de un texano bruto, homofóbico, delirante místico, muy blanco, defensor a ultranza del guerrero estado de excepción, descendiente de una familia de la política, republicano, a un hawaiano de verba atildada, egresado de la escuela de leyes de Harvard, defensor de los derechos civiles, con nombre musulmán, hijo de padres divorciados de los 60 con presencia de inmigración keniata, negro, demócrata.

Es que la potencia imperial misma está en esa capacidad productiva e innovadora. Aun frente a un panorama de declinación general de su destino manifiesto, Estados Unidos tiene un producto bruto nacional equivalente a las cuatro potencias que vienen detrás (Japón, Alemania, Inglaterra y la ascendente China). De hecho, el tamaño económico de California equivale al de Francia, el de Texas al de Canadá, el de Florida a Corea del Sur, el de Nueva York a Brasil, el de Nueva Jersey a todo Rusia, el de Louisiana a Indonesia. Argentina equivale Michigan.

Con todo, Estados Unidos sigue siendo la nación decisiva. Con todo, lo decisivo todavía sigue pasando por una nación.

Obama, entonces, tiene por delante el problema de una nueva forma Estado –ese es el campo abierto de su posibilidad y aquello que como promesa entraña su cuerpo como gesto. Forma de Estado para una otra forma de gobierno del capital globalizado, cuyo imperio seguirá vigente –tal es el límite intrínseco de Obama; tales son los rigores reservados para quienes poseen la dignidad y los vestidos del Imperator.

Publicado en Pausa #28, 21 de noviembre de 2008.
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